Blog de opinión, crítica y autoafirmación.

viernes, 11 de diciembre de 2020

Existir hoy.













 –¿Sabe una cosa, Peciña? Me ha parecido oír que se llama Peciña, ¿verdad?

El hombre del abrigo raído y la mirada turbia (por el alcohol o, acaso, por otras circunstancias que él solo sabe) se confiesa: yo creé a un ser humano, ¿puede creerme?

Peciña observa al hombre sentado junto a él en la barra y espera en silencio a que prosiga su historia, mientras el recuerdo del homúnculo interrumpe su pensamiento de forma fugaz.

Le di existencia en mi percepción, y luego tuve que abandonarlo en el éter de lo que solo es posible pero ya no es viable. La realidad se lo tragó...; vivo.

¿Cómo ocurrió eso?

Las redes. Las malditas redes sociales.

Son un medio propicio para la invención de identidades.

No se trata de eso. Nadie inventó una falsa identidad, y sin embargo yo inventé a esta persona..., o quizás debiera decir que lo percibí de la nada, no lo sé. Toda la culpa fue de una imagen engañosa: la foto de su perfil.

¿Qué ocurrió con esa foto?

Que era pequeña, y la veía mal. Todo es pequeño hoy en día: los artefactos son pequeños, las fotos son pequeñas, la calidad del sonido y de la imagen son pequeñas... Me explico, yo llevaba tiempo interaccionando por las redes con un joven de Teruel. Coincidíamos en muchos de nuestros análisis sobre la actualidad, sobre esta terrible actualidad que nos ha tocado vivir; no más terrible que otras actualidades pretéritas, no me vaya a malinterpretar, pero sin duda una actualidad más cercana, y por tanto más terrible que aquellas que solo existen en el recuerdo; el tiempo tiende a dulcificarlo todo, ya lo sabe. El caso es que, casi sin conversar, sin apenas conocernos, llegamos a establecer ese tipo de relación tan nueva y aún tan poco estudiada, que es la relación en línea, basada en escuetos diálogos escritos, en iconos digitales y en una imagen estática, inmóvil, que es la foto de nuestros perfiles personales. Pero como digo, las fotos de nuestros perfiles eran demasiado pequeñas, y más que ver, intuí su fisionomía. Y la fisionomía que intuí desde el rabillo del ojo mientras escribía escuetos mensajes a lo largo del tiempo acabó tomando una forma, haciéndose un lugar en mi mente. Llegué a conocer a esta persona, su cara acabó siendo tan familiar para mí como pueda ser la de un compañero de trabajo a quien ves todos los días. Y una cara, señor Peciña, porque se llama Peciña, ¿verdad? Una cara no es solo una cara, sino que es una expresión, un manifiesto, una declaración de principios, un pasado, un presente...un alma. Las caras no vienen solas, traen consigo todo eso otro también. Las caras vienen con equipaje, ¿no lo cree?

Peciña asiente.

Pero ¿qué cree que pasó cuando un día hice doble click sobre esa cara para tenerla más cercana, como se quiere tener a un amigo cuando hay que hablar de ciertas cosas personales? Pues ocurrió que la cara era otra muy diferente de la que yo había prefigurado. El gesto era otro. Las facciones eran completamente diferentes de las que había llegado a conocer, a imaginar. Era una cara más redonda, con otra expresión...incluso tenía una barba difuminada donde había yo imaginado una tez lampiña. Todo era diferente. Tenía ante mi a una persona extraña donde antes había existido un rostro familiar.

¿Y eso le preocupa?

¿Que si me preocupa, dice? No, no me preocupa, Peciña. No me preocupa. Me anula. Me consume. Me funde en la nada a mí también. Profundiza mi angustia existencial, porque aquí estamos hablando de existencia, ¿sabe? Y ahora comprendo lo insignificante, lo volátil, lo fugaz que es existir.

Por lo menos existir en la red.

Existir en la red, sí...¿a qué se refiere, Peciña? ¿Se llama Peciña, verdad?

Peciña improvisa.

Me llamo José Ditirambo,.

Alguien que utiliza ese nombre no debería mentir. ¿A qué se refiere, señor Ditirambo?

Me refiero a que la existencia virtual es mucho más insignificante, mucho más volátil, mucho más fugaz que la existencia de carne y hueso. De esta –dice mientras se pellizca la piel de la muñeca– cuesta mucho más liberarse. Esta ocurre en tamaño real.

Le doy la razón. Pero el problema es que aquí ya no hablamos de una existencia virtual. Aquella cara acabó siendo más que una cara, como le decía. Terminó por convertirse en una persona; una idea de persona, pero persona al fin y al cabo. Y algo que ha existido como idea ya no puede dejar de existir.

Eso según la corriente filosófica.

Pero esto es más que filosofía, mucho me temo. ¿No lo entiende? Intentaré explicarme. Como le digo, esa persona que yo imaginé a partir de una imagen y de unos comentarios, de unas opiniones, acabó adoptando también una personalidad, llegué a imaginarle una voz, hasta llegué a oler su colonia y a intuir su forma de vestir. Y si le digo que el problema es más que filosófico es por un hecho indiscutible, la verdad incuestionable de que existe una secuencia de genes, una combinación de nucleótidos que correspondería exactamente a la persona que yo imaginé. Que no conozcamos tal combinación no implica que tal combinación no exista. Si fuera posible conocerla, y si tuviéramos la tecnología para unir esos fragmentos de ADN en un laboratorio, daríamos inevitablemente con la persona que yo conocí en mi imaginación. Y esto, señor Ditirambo, no es filosofía; esto es ciencia. La persona en cuestión ha dejado de estar completamente en el mundo ideal, ya tiene algo de tangible, de material; por lo menos como posibilidad. Las bases nitrogenadas, los glúcidos, los fosfatos, están aquí presentes, entre nosotros. Simplemente están descombinados. Si completáramos el puzle con las piezas que tenemos, esa persona nacería. Si hubiéramos completado el puzle hace treinta o treinta y cinco años, hoy esa persona caminaría entre nosotros.

Peciña mira reflexivo hacia ninguna parte, o quizás solo se fija en el gato chino que gira el brazo en la estantería, propiciando unas fortunas poco visibles junto a las botellas de Veterano y de Ron Negrita.

Por eso, al pensarle, saqué a ese individuo del magma de las ideas y lo hice físicamente posible. Lo dejé a mitad de camino entre dos mundos y a la vez en ninguno. Lo dejé en el limbo. ¿Me comprende ahora, señor Ditirambo?

Peciña parece reflexionar sobre todo esto sin apartar la mirada del gato.

Borges, como Calderón, llegó a comprender que la vida era solo un sueño, aunque ¿sabe una cosa, amigo?, él se preguntaba si se trataba de ser soñado o, por el contrario, era solo un soñarse. Usted parce haber hallado la repuesta. Es posible que ese homúnculo que usted ha soñado le esté rezando ahora mismo, hincado de rodillas, elevándole templos, como a su creador; quizás esté pidiéndole un milagro, o una explicación sobre el misterio de su existencia. Es una lástima que no se la pueda dar ¿no cree? Aunque quizás sea mejor así...

Peciña se levanta y deja un billete sobre la barra, suficiente para pagar su cerveza y las de su interlocutor.

..., porque, francamente, querido y desconocido amigo, no creo que le gustara conocer la verdad.

Peciña se despide y sale del bar, dejando al viejo soñador sumido en sus propias dudas, con sus propios fantasmas..., y pidiendo otra cerveza donde ahogar existencias imaginadas, existencias inviables.