Imagino que ni al presidente de la
SEAT, Wyne Griffiths, ni a sus jefes alemanes pueden sorprender a
estas alturas las pataletas de las autoridades catalanas. Uno supone
que en Europa (que es de donde nos llega la manduca) están empezando
a comprender que a nuestros prohombres vernáculos hay que tratarlos
un poco como a ese hermano tonto que hay en las mejores familias, a
quien no por estar impedido por la oligofrenia se le quiere menos, y
se le disculpa que sorba la sopa, que se hurgue la nariz con el
tenedor o que se rasque el sobaco en la mesa, por muy formal que sea
el banquete o por muy alta que sea la alcurnia del invitado.
Antiguamente, a esos parientes molestos
se los recluía, fuera de la vista del mundo. Hoy, gracias a Dios,
están plenamente integrados en la vida social de la familia. Confiamos, pues, que los pollos que montan los estrategas del procés
cuando viene el jefe del estado en visita oficial para apoyar a la
maltrecha industria local no hagan mucha mella en la poca confianza
que los inversores germanos puedan tenernos aún.
Hemos de agradecer las campañas
propagandísticas internacionales del nacionalismo catalán
postpujolista, que durante muchos años han allanado el camino a
nuestros hermanos europeos para comprender y aceptar nuestras
peculiaridades, y demuestra mucha prudencia que se hayan tomado todo
este tiempo para ir revelándolas. Imaginen por un momento que
hubieran decidido soltar de golpe y en un mismo año a todos los
freaks en sus nutridas filas: toda la inversión extranjera se
hubiera esfumado de un día para otro, y no paulatinamente, como está
ocurriendo; una retirada gradual que nos concede el tiempo suficiente
para ir asumiendo sin sobresaltos nuestra patética decadencia.
Hace unos quince
años, en Inglaterra tuvieron la fortuna de conocer a
una de las personas más peculiarmente retrasadas de este peculiar
culto sur europeo. Mi amigo Antonio, natural de Lorca (a los efectos,
murciano) era a la sazón coordinador de español en el departamento
de español y portugués de la universidad de Leeds, y para que los
alumnos británicos pudieran comprender mejor la complicada veritas hispanica tuvo la iniciativa de crear una nueva asignatura, “Descentralización
Política en España”, la llamó. Y para aquellos que desearan
sumergirse un poco más en nuestra pluralidad lingüística y
cultural, solicitó un profesor de catalán al Institut Ramón Llull. Qué podía salir mal, pensarán hoy algunos.
Y en eso llegó E.
No les voy a aburrir con todas las
majaderías que esta moza alicantina protagonizó durante su
actividad allá, pero les detallaré, a modo de ejemplo su
presentación oficial en la universidad.
Acudieron al acto John, el
jefe del departamento, quien hablaba nuestra lengua con deje mejicano
por haberla aprendido allí; David, un escocés quien, a parte de
dominar el español, podía hablar el portugués (que era su
especialidad) con acento peninsular y con acento brasileño, y
también Stuart, un tipo joven y brillante, gran especialista en el cine
español, sobre el que lo conocía todo. (Cuando años más tarde nació
mi hija y le dije que se llamaba Blanca, él me dijo: ¡ah, como
Blanca Marsillach!)
Delante de todos estos señores, de las
autoridades de la universidad y de Antonio, el responsable de su
presencia allí, E. sacó su Powerpoint y empezó a deleitar a la concurrencia con las maravillas que a
continuación se detallan y otras más que, afortunadamente, he
olvidado:
Apareció en pantalla lo que parecía
el mapa de la antigua corona de Aragón (aunque sin Aragón, tierra
tercamente empeñada hablar castellano), y dijo con orgullo: “this
is my Country, Cataluña”. Primeras toses entre el público.
Sin darles tiempo para recuperarse del
primer impacto, apretó el pulsador en su mano y apareció en la
pantalla de aquella sala noble en el Parkinson Building una bonita y
colorida senyera estelada, cuyo significado explicó a
continuación: “this is our flag”. Antonio aguantaba el tipo heroicamente en la primera fila.
Tras unas cuantas diapositivas más,
propias de un trabajo de educación secundaria, lució ante la
audiencia una redondísima y suculenta paella, plato muy celebrado
por los británicos que visitan nuestras playas en el estío, y cómo
no, E. explicó que eso era parte de “our gastronomy”.
Este punto era especialmente sensible para la joven alicantina, por
esa falsa identificación de la paella (tanto fuera de nuestras
fronteras como dentro de ellas) como un plato típicamente español.
Tras semejante arranque pueden imaginar el resto del curso. Cuando terminaba mi jornada laboral y nos
reuníamos todos en el Eldon, uno de los pubs que rodean la
universidad, no tardaban más de dos pintas en salir los
chascarrillos sobre E. “¿Qué ha hecho ahora, qué ha hecho
ahora?”, preguntaba yo con curiosidad. “¡No te lo vas a
imaginar!”, solían contestar.
E. nos proporcionó muchas risas en aquel añorado pub en donde mi mujer y
yo pasamos tan gratos momentos con nuestros amigos.
Pero eso era en el norte, en el viejo
condado de Yorkshire. A la capital acudía gente más preparada.
Una amiga que trabajaba en la London
School of Economics conocía al responsable de la embajada
catalana en Londres, un joven ambicioso que, como pueden
imaginar, disponía de mucho tiempo libre. Me contaba que asistió a
un acto donde invitaron al presidente de las juventudes de Esquerra
Republicana a dar una charla. El chico, muy digno, se presentó a su
audiencia diciendo: “Hello, my name is X, and I am
the president of the JERC”.
Y a lo largo de los minutos que
siguieron la concurrencia pudo comprobar que lo que decía era completamente cierto.