«El arte ha muerto, su fantasma está más vivo que nunca». (José Emilio Pacheco)
En las islas de Sotavento, entre Nieves y Montserrat, emerge Redonda estéril y despoblada. Su escaso interés para los imperios ultramarinos europeos auspició su uso entre los piratas y corsarios de antaño, quienes le dieron función de guarida. La indiferencia europea no la privó de rey.
El 11 de septiembre de 2022, en el mismo instante en que Javier Marías entregaba su último aliento, un huitlacoche pudo haber emitido allí su trino limpio y cadencioso pero no lo hizo (Redonda ha reverdecido y ha recuperado parte de su fauna desde que erradicaron las ratas y se llevaron a las voraces cabras invasoras pero a diferencia de otras Antillas vecinas no acoge aún huitlacoches). Un lamento en forma de lava podría haber emergido forzado por ocultas batallas telúricas, pero en Redonda no hay actividad volcánica, es apenas un peñasco. El azote de los vientos húmedos del estío continuó peinando sin tregua su faz desprotegida, sin luto.
Al día siguiente de culminar el monarca su biografía con una segunda fecha, todavía noqueados por el inesperado golpe pugilístico, sus lectores, casi sin tiempo para el duelo, deliveraron si no había nadie como él, si su trono (el literario) quedaba desocupado, sin reemplazo, inservible. Muchos opinaron así, otros tantos lo impugnaron, en especial los que menos lo leyeron.
Los que habían deplorado columnas y al columnista trataron de olvidar su antigua intransigencia. Una corte escandinava respiró con alivio y respeto, como ya hiciera en defunciones anteriores. La Academia Española subastó una letra. Una improbable editorial detuvo su imprenta. En un amplio apartamento en una plaza antigua de Madrid decenas de miles de libros dejaron de tener sentido, convirtiéndose en papel y en polvo. Varias armas de fuego permanecieron silenciosas en sus cajones y muchos soldados de plomo negaron el llanto y las salvas. Un obituarista del Guardian imprimió las palabras “Great philosopher of everyday`s absurdity” en la edición del lunes. Otros rotativos igualmente célebres tuvieron un recuerdo igualmente elogioso para el difunto.
Muy pocos días transcurrieron y la desaparición del escritor se hizo más patente (o acaso mucho menos, pues nadie la notaba ya). Marías se esfumó con una rapidez y una discreción sorpresivas. Seguramente, debido a su lenguaje calmado y sin exabruptos, ajeno a toda lavativa, a toda grosería verbal o fisiológica, muy pocos sabían de él.
Redonda ignoró la agonía de su rey. Los alcatraces y las fragatas no amortiguaron su estrépito mientras la R abandonaba con esfuerzos su alfabeto, y las olas seguían rompiendo en su áspera geografía sin el descanso deseable.
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En un momento determinado, quizás próximo a la última exhalación del monarca (acaso en el mismo instante en que el rey entrega su último vaho) una de las aves marinas, ignorando su dieta de peces, contempla con curiosidad una lombriz que, ahíta de tierra, emerge del suelo a respirar. Unos ojos negros la escrutinan. Un poderoso pico agudo se proyecta y la parte en dos. La fragata no la juzga comestible y alza de nuevo el vuelo en dirección al mar. Dos pedazos casi idénticos se retuercen de forma trágica en la grava perforada, ignorados, a la vista de nadie.
El día que murió Javier Marías sólo dos lombrices lo atestiguaron en Redonda.
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