Ascendí por aquella pesadilla en forma de espiral alumbrado únicamente por la luz tenue que la noche conseguía colar por los ventanucos —unas pequeñas saeteras sin otro uso que el de dejar respirar al torreón—. La disposición de aquellas claridades intermitentes me empujaba inexorablemente hacia lo más alto; cada vez que la luz quedaba atrás, mi corazón se encogía y mis pasos se aceleraban inconscientemente hasta hallar el refugio de una nueva claridad, una vuelta más arriba. Desde abajo, una gélida humedad emanaba de la más profunda de las oscuridades haciendo imposible un retorno que no fuera un descenso a los mismos infiernos.
Los latidos de mi corazón insistían en negar los principios más básicos de la fisiología, y juro a Dios y a esta cruz que parecían provenir del centro mismo de mi cabeza, como si el rojo músculo se hubiera alojado allí dejando una inmensa cavidad en mitad de mi tórax, en donde ahora resonaban todos los ecos de mis angustias.
Un paso sucedía a otro paso; un latido al anterior. Advertí que, inconscientemente, estos se habían sincronizado con aquellos: artimañas que el cuerpo utiliza para minimizar el gasto de energía, incluso en momentos en los que uno parece haber perdido toda esperanza de sobrevivir al mismo instante.
Ascendí —lo admito— por la inercia del paso que sigue otro paso, porque la angustia y la ansiedad no dejaban lugar para la reflexión. Subía como el autómata, como el ingenio mecánico, como el juguete al que el niño dio cuerda. Pero de haber podido reflexionar, de haber dispuesto de la voluntad y del ánimo para detenerme y para pensar, nada hubiera cambiado: hubiera seguido avanzando. Los escalones, las claridades y las tinieblas hubieran continuado sucediéndose. Porque atrás —lo dije ya— quedaba el infierno, un infierno gélido y sin luz; aquí, ahora, la pesadilla; y allá en lo alto..., otro infierno, otra pesadilla quizás; o acaso una respuesta, una luz...,algo.
Tras el agotador ascender, tras la interminable sucesión de luces, de penumbras, de pasos, de escalones retorcidos, de latidos, de vacíos, de angustias; cuando esperaba ya el confort del próximo ventanuco abierto en la piedra, en su lugar topé con la frustración y a la vez con la esperanza que toda puerta cerrada posee de forma inherente, cualidades intrínsecas a su propia naturaleza. (Puerta: muro y a la vez abertura; himen y vagina; final e inicio; todo enhebrado en fibras de madera, dibujando formas longitudinales a lo largo de varios tablones adyacentes).
En el rellano que ponía fin a la escalera por lo más alto no había saetera, ni luz, ni abrigo, ni más alivio que el de poder recobrar el aliento. Sí había, sin embargo, oscuridad, frío, humedad; y esa extraña sensación de que, al detener mis pasos, algo continuaba ascendiendo tras de mí. Algo muy frío, algo muy oscuro, algo que no quería para nada ver ni sentir. Tal era el efecto que la húmeda columna de aire producía en mis sentidos.
Comencé a golpear la puerta acuciado por la angustia y el miedo. Los goznes, oxidados y viejos, no querían ceder. Casi ya podía sentir el frío infernal de los humores etéreos colarse bajo las perneras de mis pantalones y acariciar mi nuca. Golpeé la puerta una vez más y esta, vencida por mis puños y por mi desesperación, comenzó a girar muy lenta, muy pesadamente en torno al eje de sus visagras. Un último empujón consiguió vencer la última resistencia del portón, y entonces un terrible alarido se ahogó en mi garganta al encontrarme frente a mí, desnuda, inmóvil; ajena por completo a mi presencia; estática, incorpórea; a la misma Pilar Rahola mostrándose impúdica con toda su desfachatez.
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