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miércoles, 3 de marzo de 2021

Hágase según arte.

 








Durante la noche selecciono las palabras una a una, sopesándolas igual que haría un farmacéutico con sus drogas.

La frase de Mishima (siguiendo la estela de los antiguos griegos, que las imaginaban aladas) parece otorgar a las palabras el don sagrado de la ligereza. Ligereza como contrario de pesadez. Uno imagina al escritor en una vieja botica oriental tomando pequeñas láminas metálicas con unas pinzas y depositándolas luego sobre el plato de una balanza para compensar el peso de unos vocablos que en su cultura se representan con misteriosos símbolos, unas caligrafías que para el occidental casi funcionan como poemas visuales; mezclándolos luego, según arte, como indicaban a los boticarios las antiguas recetas de los galenos.

La literatura es una ocupación solitaria, para iniciados, una actividad sagrada cuya materia prima es la más liviana entre todas: la palabra, una llama que los ancestros transmitieron a las nuevas generaciones y cuyo origen se pierde en la oscuridad de los tiempos.

Que las palabras son ligeras lo sabían ya los griegos, aunque en boca de algunas personas (generalmente las que nunca los leyeron) engordan bastante, y en lugar de volar caen directamente de sus bocas, como si se tratase de logolitos.

En un tiempo en que la gente se arroja constantemente estas piedras verbales (incluidos aquellos que más debieran honrarlas por hacer de ellas su profesión) resulta muy reconfortante reposar con nocturnidad en el silencio de un libro de poemas, quizás el género en donde las palabras adquieren una mayor volatilidad.

Hay poemarios ligerísimos, cuyo peso apenas requeriría unas pocas láminas de metal en la balanza de Mishima, y que sin embargo nos elevan con la misma facilidad y a la misma altura que esos vocablos ingrávidos. Esas palabras griegas que cada vez conocen menos y que, por tanto, son cada vez más sagradas.


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